Alguien me veía. Y no era sólo un par de ojos, eran muchos más. Lo sentí apenas salí de la oscura escalera de ciento setenta peldaños por la que había subido. El reflejo del sol sobre el blanco del mármol me cegó por unos segundos, pero enseguida comprendí que no estábamos solos. Allí, a más de cuarenta metros de altura, en las terrazas del Duomo de Milán, habitaba otra multitud que no era de turistas...
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